José María Garrido de La Cruz

Fotografía propiedad
del autor






Kevin el africano




       Conocí a Kevin, el viejo Bubí, allá por los tiempos en los que las máquinas de vapor surgían de la oscuridad de la tierra, rugiendo, con su cabeza negra y su pelo de humo, que se extendía por el cielo hasta oscurecerlo.
       Los bubís son una de las etnias minoritarias de Guinea Ecuatorial. Una vez me contó cómo y por qué había escapado, pero no recuerdo bien esa historia.
       A veces coincidíamos en alguna reunión o fiesta familiar, pero eran pocos los contactos que mantenía con él. A mi me hubiese gustado tener muchos más.
       Era un hombre sabio.
       Con su mujer, Julienne, de origen camerunés y de la misma etnia, había formado una respetada pareja.
       Vivían de la agricultura y la ganadería, y no tenían hijos.
       Hace pocos días recibí una carta suya. La abrí no sin cierta sorpresa, y pude ver que me invitaba a ir a su casa, aunque no especificaba el motivo.
       Fui hasta allí en la bicicleta de hierro azul de mi padre, que, como las viejas máquinas de vapor, me acompañaba desde hacia lustros.
       Me separaban de su morada varios kilómetros que se me hicieron cortos en un agradable atardecer de primavera, entre los muchos árboles del camino.
       Él los había plantado.
       Eran casi todos de especies raras, traídas de su tierra natal, por visitantes y amigos.
       Entre sus vecinos tenía fama de profeta.
       Me recibió con su saludo ritual; una leve inclinación de cabeza y un fuerte apretón de manos.
       Observé enseguida que llevaba las mismas gafas de siempre.
       Me sorprendió aquel espejo enorme, antropomórfico, que proyectaba la luz por toda la estancia.
       — ¿Le gusta? Es un viejo regalo del abuelo de mi esposa. Siempre fue un hombre peculiar.
       Guardé silencio, pero estaba asustado.
       En el espejo no se veía mi imagen.
       — Ya lo entenderá — Me dijo adivinando mi pensamiento.
       — Mi inquietud y curiosidad crecían por momentos.
       — No vuelva a mirar al espejo. Espere a que le avise. Confíe en mí.
       — Le he hecho venir porque quiero entregarle la herencia de mi padre. Mis gafas y el espejo. Póngaselas. Ahora puede mirar.
       Me coloqué las gafas del viejo bubí, y miré.
       — ¿Qué ve?
       — Le veo envejecer rápidamente.
       — Ese es el motivo por el que necesito que lleve mis gafas. Usted como yo verá con ellas lo que los demás no ven, lo que va a suceder, los pensamientos, las intenciones de las personas que estén más cerca. Podrá quitárselas cuando guste, pero no las abandone nunca.
       — ¿Ve algo más?
       — Creo que no quiero verlo. Además usted las necesita.
       — Ya no. Mañana será mí último día. Por eso le he hecho venir. Pero tendrá que jurarme que se las entregará a su hijo, el día que él vea en el espejo lo que ha visto hoy.
       — Así lo haré.
       Me ofreció un suculento estofado de carne de cabra, con hojas de nogal de sabor amargo, regado con un exquisito té africano elaborado por él mismo, a base de recetas de sus antepasados.
       El pasado y el futuro se mezclaban en el fondo del espejo.
       Con el mismo ritual que a la llegada, me despidieron.
       Sobre mi bicicleta, con las gafas puestas, rodaba ya de vuelta a casa, mientras una pregunta repiqueteaba en mi cabeza.
       —¿Por qué yo?, ¿Por qué a mí?
       Temía cruzarme con alguno de mis vecinos, y descubrir su intimidad. Pero ¿Iba a pasar el resto de mi vida con ese temor? Le había dado mi palabra a Kevin, y tenía que cumplirla.
       Mientras pasaba frente a los viejos árboles africanos, sentía un ligero pinchazo en la cabeza, que se repetía como una cremallera que se abriera y se cerrara dentro de mi cerebro a la velocidad de la vieja bicicleta. La dejé apoyada en uno que me llamó la atención por el tamaño de sus hojas
       ¡Hablaba!
       ¡Hablaba en un idioma que yo no comprendía, pero hablaba!
       Ya no me importó que la noche fuese invadiendo los caminos.
       ¡El árbol hablaba!
       Acerque el oído al tronco. Me uní más a él, ajustándome las gafas y escuché atentamente.
       Empecé a entender a aquel gigante de más de veinte metros, mientras la sensación punzante desaparecía.
       Me contaba la historia de África y de los muchos árboles que como él, daban sombra a sus habitantes cuando huían del fuego del sol y el rugido del hambre.
       Una inexplicable atracción me hizo acercarme a otro árbol, a pesar de ser muy parecido al anterior. Acaricié la piel de su rugoso tronco y un intenso calambre recorrió mi mano y esta vez fueron mis dedos los receptores de su historia o mejor dicho de la mía. En ella se escondía el motivo de la extraña petición de Kevin.
       Sólo entonces comprendí la razón de su insistencia.
       Con su lenguaje de viento, me habló entre susurros, de su bisabuelo de origen francés, Francoise Román y una evidencia ignorada hasta ese momento se abrió paso en mi mente, Kevin y yo teníamos un mismo antepasado, Román, el abuelo de mi madre, nacido en Francia a primeros del siglo XIX, y del que nadie había vuelto a saber nada, salvo que emigró a Guinea.
       Kevin sí lo sabía.
       Salí de mi ensimismamiento.
       Unos ojos de un fulgor indescriptible, me observaban con atención. ¿Eran de un gato, o quizá de un tigre?
       Un terror angustioso me impedía moverme.
       Pero aquel animal me hablaba, y yo entendía sus gruñidos.
       Él sabía del poder de mis gafas.
       — Las gafas son tu legado. Ningún humano comprendería que gracias a ellas, tú y solo tú, puedes ver, oír y oler, lo que para ellos está vedado. Haz buen uso de ellas y vuelve cuando quieras con nosotros. Y no te preocupes, tu hijo tardará mucho tiempo en verte en el espejo.
       Sin quitarme las gafas volví a casa aspirando los aromas del camino. No sabía que iba a pasar, pero ya no tenía miedo.
       A la mañana siguiente, Kevin me pidió por medio de un mensajero que trasladara el espejo a mi casa.
       Así lo hice, y por la noche, tal como me había anunciado, Kevin dejó de existir. Desde el cercano bosque, pude escuchar gracias a mis gafas, los lamentos de sus amigos.
       Todos los animales conocían al Bubí.
       Fue su último homenaje. 



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Lo oscuro del olvido



          Aún conserva el frío la primavera,
          y la luz se resiste a la derrota.


          Como la sed la tinta se derrama
          sobre el blanco inmaculado del papel
          haciendo que zozobren todas las estrofas
          y veo los versos
          anclados en el puerto del silencio
          esperando la voz del náufrago escondido.


          No sé por qué
          ya no tengo ojos para el mar.


          Y se me viene a la memoria,
          ese extraño olor a incienso a media tarde
          mientras vuelven otra vez,
          las nubes y la duda como lágrimas,
          a empañar el horizonte


          Las veo más allá de la cubierta
          y no sé si el salto que le espera
          le sacará de lo oscuro del olvido.