Lola Álvarez Feito

Fotografía propiedad
de la autora





"Almarios"




"El armario puede ser una metáfora del subconsciente"
Juan josé Millás


       El primero que recuerdo era el armario empotrado. Resistía las embestidas del tiempo forrado de papel pintado en tonos verdes. Allí se escondían las evidencias del paso de los años junto con nuestras almas que estaban también así, empotradas sin apenas poder buscar salida. En un rincón, reposaba un paquete de cartas con una cinta azul de raso que jamás nos atrevimos a tocar.
       También recuerdo el taquillón de estilo castellano en la entrada, y el secreter de color beige y tiradores dorados, con una luz que siempre estaba fundida y así pernoctábamos casi a tientas. Guardaba secretos de alcoba, libros prohibidos y diccionarios, junto a una colección de posavasos, tarjetas postales y un diario con un candado estropeado que se abría y cerraba a nuestro antojo. Apuntes de Matemáticas se aburrían de esperar la resolución de tantos y tantos problemas, mientras yo lápiz en mano, solo sabía escribir poemas a lo loco, de protesta, de mineros, de revoluciones que yo no podía conocer, pero hice mías.
       Otro armario que viene a mi memoria es uno con un espejo central, de madera oscura, con patas y mi reflejo en ropa interior, descubriendo cambios en mi cuerpo y un eterno olor a naftalina, junto a una cama grande y muy alta a cuyo cabecero de bronce se asomaba un artilugio llamado pera, para encender la luz; y ese suelo de terrazo gris, áspero y frío que se asomaba a una balconada de piedra también gris, en una calle gris, de una ciudad gris en un tiempo gris.
       Han pasado tantos armarios por mi vida que tengo que seleccionar los más idóneos, los dignos de mención, los más queridos; entre ellos, uno pequeño, con llave que nunca conseguí cerrar del todo y que escondía detergentes, amoníaco, gamuzas y ambientador de lavanda, todo para limpiar una casa que nunca fue mía. Tampoco ahora lo es y sin embargo, lloro cada vez que pienso en sus vistas al mar, al horizonte, allá donde reposarán los restos de aquellos años felices.
       Pero el que más me importa, el que más quiero, es mi armario de lunas corredizas que refleja el sol si está lloviendo y los brotes verdes del árbol que crece en mi acera cada año. En su gran espejo asisto a los cambios de estación, aunque me quede quieta en el apeadero y baje las persianas para apagar miradas incendiarias de los vecinos. No es grande, ni mucho menos y me obliga a tirar lo inservible, lo que me aprieta o ahoga, quedándome solo con lo puesto; lo hicieron a medida y hasta ahora, me va acompañando en todas mis mudanzas; precisamente en la última, al quitar el precinto de una de las cajas, encontré un envoltorio con viejo papel pintado en tonos verdes, lo abrí con cuidado y descubrí un paquete de cartas con una cinta azul de raso que deshice rápidamente y comencé a leer la primera de ellas. Así decía:
       “El primero que recuerdo era el armario de lunas corredizas…”