Alejandro Pérez García

fotografía propiedad
del autor





La lección bien aprendida






       Cuando Álvaro preparaba la selectividad, hace años, los Reyes le trajeron un ordenador portátil, japonés, con todos los programas instalados y un contrato para navegar por la red. Aquel juguete, lejos de despertar en él las ganas de estudiar como esperaban sus padres, acabó con el escaso cariño que tenía a los libros. Aprendió a ver el mundo por otras ventanas, divisando un horizonte pintado de colores. El ordenador se convirtió para él en algo de importancia capital, comparable a los zapatos o las gafas de ver que usaba desde pequeño.
       A pesar de la oposición familiar, Álvaro entró de aprendiz en una empresa dedicada a la fabricación de ordenadores clónicos, comercializados con marcas conocidas.
       A los pocos días, el jefe se dirigió a él mientras instalaba la tarjeta de sonido en una CPU.
       —Álvaro, estamos a tu disposición. Pregunta, no te cortes. Esto es para ti una escuela, donde ganarás el valor de tus habilidades.
       —Ya lo sé, y aprendo. Me gusta.
       El chico, contento, pensó en la satisfacción del primer sueldo. Iba a ahorrar para la entrada de un vespino. Ya había visto algunos de ocasión.
       El jefe siguió dándole ánimos, a una distancia prudencial del banco de trabajo para no respirar los gases de las microsoldaduras.
       —No es suficiente usar el utillaje adecuado. Lo prioritario es superarse, crear modelos atrayentes para el consumidor. Tú vales, pero estás aprendiendo, no lo olvides —concluyó el jefe retirándose.
       Le motivó mucho aquella conversación. Siempre se sintió atraído por la pintura, pero eso había perdido posiciones en su lista de prioridades; además, el aprendizaje de ese arte era muy caro.
       Aunque llevaba poco tiempo, se sentía afortunado dando vida a tantas piezas sueltas valiéndose de su portátil, herramienta indispensable. Ya no pensaba en otra cosa, ni siquiera en las vueltas de la vida, ni en lo deprisa que las diera.
       Transcurrida semana y media desde finales del primer mes, el muchacho no había cobrado. Subió a la primera planta. El jefe estaba en su despacho, con moqueta, mobiliario de caoba y cuadros de pintores cotizados. Le preguntó por su salario.
       —No, no. Tú ganas lo que te enseñamos. Nosotros no te cobramos nada por dejarte practicar y aprender. Hasta ahí, lo que quieras. Ya lo sabes.
       —¿Cómo? Esto es una burla, una estafa. Yo necesito dinero.
       —El pago a tu faena es la experiencia y los conocimientos adquiridos. Si necesitas dinero, te recompensaremos como a tus compañeros.    
       —¿Recompensarme? ¿Cómo? —preguntó Álvaro desconcertado.
       —Puedes hacerte con equipos de nuestro diseño. Te cedemos un descuento, y tú se los vendes a familiares y amigos a precio de mercado.
       —¡Ya! La que gana es la empresa vendiéndonos nuestro propio trabajo. Esto es un cuento y ustedes unos explotadores.
       Álvaro salió del despacho sin dar tiempo al jefe a tranquilizarle. Bajó al taller y tiró al suelo, con rabia, los componentes que tenía sobre la mesa. Luego, con la cara roja y los dientes apretados, recogió sus cosas; el portátil primero, y salió del taller dando un portazo.
       Pudo haberse dedicado a cualquier cosa pero, con la lección tan bien aprendida, montó una escuela de pintura.
       Ahora está emocionado con los paisajes, los abstractos y los retratos que hacen sus alumnos mientras aprenden, sin cobrar ni pagar. Álvaro es el director del centro. A través de Internet, está en contacto con marchantes avispados; controla varias galerías, museos y subastas de arte. Así, vende con pingües beneficios las copias que producen sus discípulos, cada vez más numerosos. Tiene un horario de clases muy extenso, y le queda poco tiempo para viajar, pero cada vez se desplaza en coches de mejor gama.